«El limonero real», gran transposición de la obra de Saer

No hay novelas imposibles de ser adaptadas, en todo caso están las que convocan a cineastas como si fueran un llamado de la selva. Hay textos literarios que, completado su circuito con los lectores (aunque nunca agotado), reclaman a gritos ser representados. No hablamos de ilustraciones pacatas que parecen pintura fresca sino de películas que se apropian de un tono, de un sentido posible, de una forma de respiración y que ejercen el camino de la experimentación, la osada tarea de trasladar la poesía de las hojas de un libro a la pantalla.

El limonero real, la gran novela de Juan José Saer, esperaba por Gustavo Fontán, un director que a lo largo de su obra fílmica se interrogó -al igual que el escritor santafesino- acerca del acto de narrar y de crear. La obra literaria encierra en sus páginas una dimensión potencial cinematográfica única; se trata de una notable puesta en escena que invita a mirar. Como el cine, ubica los elementos en el espacio, determina los planos, suspende el tiempo y trabaja en pos de un efecto alucinatorio en la medida que sedimenta a través de las palabras/imágenes. Y el punto de partida podría ser una de las tantas descripciones que Saer nos regala. Si tuviera que escoger una que funcionara como puente posible para pensar las relaciones entre ambos autores, elegiría esta: “Isla y agua están, a su vez, dentro de otro anillo, el del verano, que asimismo está dentro del gran anillo del tiempo.”. El tiempo, he aquí el gran protagonista.

El tiempo asoma en capas en la película de Fontán. Está el cronológico: un día en la vida de Wenceslao y los suyos, una serie de actos cotidianos teñidos de silencios, pausas, dolores y deseos contenidos, desde la mañana en que se levanta, cruza al otro lado del río y se suma a los festejos habituales, mientras su mujer elige procesar el luto por la pérdida del hijo, estancada en el rancho. Pero hay un tiempo cosmológico en el que la naturaleza tiene vida propia y sigue su inexorable curso, un agente independiente que la cámara hace sentir y que rodea a los personajes como una cáscara. Se trata de una presencia que está por encima de los elementos particulares y cuyo aliento sentimos a partir de un trabajo extraordinario de enrarecimiento espectral que envuelve las situaciones, los recorridos y los tiempos muertos de los personajes agobiados por el calor. Para ello, una pared de ruidos naturales es el envoltorio perfecto para una película que solo puede entenderse bajo los parámetros de la audiovisión y que hace del sonido, materia. El aviso está en esa secuencia de planos al comienzo, donde la belleza del ecosistema se ve afectada por la oscuridad que propone la ambientación sonora, en sintonía con la doble pérdida del protagonista. Si el duelo aparece desdramatizado y la procesión va por dentro, el mejor monólogo interior lo constituyen las imágenes, lo más sagrado del cine. De modo tal, que el tercer rostro del tiempo, el psicológico, lejos está de manifestarse si no es por los carriles expresivos de la poesía que crean las misteriosas escenas del filme (una comida compartida en la que se distorsionan las voces, una zambullida en el río que deriva en una especie de inframundo o la belleza terrorífica de una luna llena mientras se cruza el río de noche, entre otros grandes momentos).

Pero si el cine, como decía Daney, es arte del presente, El limonero real es un intento por mantener una ilusión, la de capturar el tiempo real, cotidiano. Si se cruza el río se muestra el acto como tal; si se camina un trecho, se camina un trecho; un juego de niños es lo que tiene que ser. Todo es extraño pero nítido a la vez, creíble. Lo mismo sucede con los diálogos secos y cortos de los personajes. La cámara, nunca intrusiva, observa, espía y va detrás de Wenceslao en sus travesías a pie, como si fuera la mochila que carga con su duelo. En definitiva, hay un efecto de verosimilitud reforzada en medio del insondable marco natural. Y esto se logra en la medida en que no hay solo un conjunto de aspectos técnicos destacables, sino porque cada aspecto técnico es impecable y tiene vida propia.

Pese a todo lo anterior, esa inevitable manía que nos acosa a quienes mantenemos la esperanza de contagiar la pasión que nos producen ciertas películas, el cine de Fontán no está para explicarse porque lo que propone es un tipo de experiencia que se pierde si se ahoga con palabras. La sala oscura espera y no hay mejor forma de justicia que ingresar.

Por Guillermo Colantonio

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